Enric Pol es catedrático de psicología social y ambiental de la Universidad de Barcelona y director de la Xarxa de Recerca en Educació per la Sosteniblitat. Sus investigaciones muestran que en estos temas tenemos un nivel de conciencia muy elevado, pero esto no quiere decir necesariamente que actuemos de manera coherente. Es más, el exceso de información y los mensajes contradictorios y poco argumentados pueden derivar en la "ecofatiga", y generar un efecto rebote.
(vía Sostenible.cat) ¿Cuál podemos decir que es el nivel de conocimiento y concienciación social que hemos alcanzado después de varios años de educación para la sostenibilidad?
En estos momentos realmente es difícil encontrar a alguien que no haya sido sometido a algún tipo de formación sobre este tema, pero eso no quiere decir que tengan recuerdo de esta formación. En la encuesta que hicimos desde la Xarxa de Recerca en Educació per la Sosteniblitat en 2007 y 2009, con una población que incluía desde niños de 8 y 9 años hasta población universitaria, comprobamos que el nivel de información básica lo tiene todo el mundo. Hay información, pero a veces es información dudosa, no tanto porque los mensajes sean erróneos, sino porque hay muchos factores que hacen generar escepticismo. Según la encuesta, y como corresponde en el estadio evolutivo, los niños daban las mejores puntuaciones: lo saben todo y se lo creen todo; si se les ha explicado es que es verdad. Cuando llegan a la adolescencia esto cambia, porque es lo que toca, hacer un pulso con la estructura, y empezar a contrastar las diversas informaciones. Después se recupera un poco, pero no demasiado. En parte porque se están recibiendo muchas consignas absolutamente contradictorias, y no queda claro qué es lo más importante.
¿Qué contradicciones y mensajes confusos se están ofreciendo?
Una muestra es el mismo cambio de énfasis o de nombres: protección de los ecosistemas, el agujero de la capa de ozono, el problema del petróleo de los 70, después la energía ya no era problema, después vuelve a serlo, el cambio climático, el calentamiento global ...
Estos cambios de consigna al final no ayudan a mantener una línea, porque ni siquiera se asocian unos con otros. Tampoco ayuda haber pasado de hablar de problemática ambiental a problemática de sostenibilidad, ni el cambio semántico de sostenibilidad, que en la primera formulación a finales de los 80 englobaba aspectos ambientales, económicos, sociales, de alimentación, etc., y ahora se habla de sostenibilidad social, ambiental o económica como si fueran cosas diferentes. Todo ello desgasta el término y despista. Además de que se use la palabra sostenibilidad en publicidad para vender cualquier cosa, que es un fenómeno muy interesante: tiene una parte positiva porque indica que se ha convertido en un valor social que motiva, pero a la vez es también un elemento que genera cansancio entre la gente.
Y eso hace que no sepamos qué mensajes nos podemos creer ...
Sí, y tiene que ver con la fiabilidad de las fuentes de información. Por ejemplo, hace unos años las ONGs merecían la máxima confianza y ahora están absolutamente desprestigiadas como fuente de información, no tienen credibilidad. También se recurría al argumento científico de los académicos, y en ese momento su peso es nulo. En cambio los políticos y los medios de comunicación tienen ahora más credibilidad, y eso me asusta. No vamos bien. Todo ello acaba generando desconfianza, y más en vista de la incongruencia entre lo que se dice y lo que se hace desde las instituciones públicas. Por una parte nos dicen que debemos ser sostenibles y controlar el gasto, y por otra que tenemos que gastar porque sino, no saldremos de la crisis. ¿A qué debemos hacer caso?
Si la mayoría de personas tienen formación en sostenibilidad, ¿cómo se explica que no actúen en consecuencia?
Hay que conocer los mecanismos de funcionamiento de las personas. Una razón fundamental es que, aunque consideremos que el ser humano es racional, en realidad es racionalizador. Es decir, buscamos argumentos racionales y coherentes para defender nuestras posturas y nuestras acciones. Es lo que hacen los fumadores que, a pesar de saber que el tabaco es malo para la salud, encuentran la manera de justificarse. Construimos discursos para reforzar lo que hacemos. Y así se entiende que tener información no garantice necesariamente actuar de manera coherente con lo que sabemos. Ajustamos la información en función de nuestra congruencia interna, e intervienen mecanismos emocionales, las expectativas y las frustraciones anteriores, así como las influencias sociales: haces en función de lo que crees que se espera que hagas. Esto hace que sea imposible pensar que sólo ofreciendo información se cambian los comportamientos.
Sin embargo, algunos comportamientos, como la separación de residuos, han mejorado, pero otros como dejar el coche y optar por el transporte público, no mucho. ¿Cómo se explica?
Es discutible. Es verdad que ha aumentado mucho el porcentaje de separación de basura en los últimos quince años, pero es uno de los casos de contradicción de mensajes. Nos dicen que separar es muy importante, pero las calles están llenas de papeleras donde no se separa, y de contenedores de rechazo. Y, de vez en cuando, un área de contenedores para recogida selectiva. Si la separación es tan importante, ¿por qué nos ofertan más rechazo que separación? Si ese comportamiento necesita mucho esfuerzo, el día que puedes, lo haces, y el que no, no. En cuanto al uso del coche, dentro de la ciudad en realidad es bastante bajo, por debajo del 25%, porque existe una red de transporte público más o menos eficiente. La mayoría de los trayectos en coche son pues de distancia media.
No podemos cargar las responsabilidades sólo en la decisión del ciudadano, sino en las posibilidades de eficiencia del transporte público que se le ofrece. Y el transporte público en el conjunto de toda el área metropolitana de Barcelona, por ejemplo, no es eficiente, y no lo puede ser. Sería absurdo tener un autobús que subiera a lo alto de cada urbanización de cada pueblo, y el coche es en estos casos la única alternativa. La causa es el modelo de ciudad que hemos potenciado, que está inevitablemente ligado al sistema de transporte privado. El comportamiento en este caso no depende pues del momento en que se vende o no un coche, sino de cuando se ha hecho el diseño urbanístico y se ha dejado que las ciudades crezcan de una determinada manera. Y contra estos elementos no podemos luchar mucho. No se puede pedir que el ciudadano solucione con su comportamiento temas que son estructurales. Y todo ello potencia la ecofatiga: la sensación de estar hasta las narices de todo lo relacionado con el ambientalismo y la sostenibilidad.
¿Todo ello explica también el rechazo a medidas como los 80 km/h?
Claro, porque además después encontramos numeritos como el que se ha hecho ahora, cuando en realidad han sacado los 80 km/h de muy pocas zonas. Y tampoco sé si los 80 km/h son adecuados teniendo en cuenta la tipología de vehículos que tenemos, porque para ir a 80 km/h tienes que reducir a cuarta, o ir en quinta en los coches de seis marchas, porque sino se ahogan. O generan otro tipo de contaminación por desgaste del embrague. Está bien la limitación de velocidad, pero hay que estudiarla bien para adaptarla también a las características del parque automovilístico. Y además ha habido una utilización política brutal, tanto de una parte como de la otra, y eso lo ha desvirtuado y ha acabado quemando al personal a corto plazo. Porque a medio plazo lo cierto es que se acaba generando el hábito, y de hecho nos habíamos acostumbrado, hasta el punto que cuando vas a otra ciudad y ves que van mucho más rápidos en los accesos ya resultaba chocante.
¿La ecofatiga puede generar un efecto rebote?
Sí, y en buena parte porque no se explican bien las cosas. En cuanto a la basura, por ejemplo, durante un tiempo se dijo que la incineración no era una buena solución, y ahora vuelve a serlo, pero no se explica bien, y la gente acaba por no creerse nada. Se transmiten mensajes simples, consignas más cercanas a la publicidad que a la información argumentada, en los medios actuales parece no haber espacio para los matices. Y ante esto, la ciudadanía no tiene suficientes elementos para tomar decisiones.
No tenemos conciencia, por ejemplo, de que en los últimos diez años hemos multiplicado por diez el consumo energético, ni que las teles de pantalla plana gastan mucho más que las viejas de tubo. Concienciar a las personas una por una es mucho más complicado que aplicar otras medidas, como la prohibición de las bombillas incandescentes, por ejemplo. Pero, evidentemente, eso no se puede hacer con todos los productos. Son decisiones de gestión, no del consumidor, y más cuando el precio de las opciones más eficientes es mucho más caro.
¿Y qué se puede hacer para acabar con esta ecofatiga y contrarrestar el efecto rebote?
Esta es la pregunta clave. Estamos en el mejor momento de la historia desde el punto de vista del conocimiento y la sensibilidad sobre la sostenibilidad, pero lo estamos destrozando todo, y lo podemos acabar de destrozar. Para evitarlo es necesaria una gestión responsable de la información por parte de todos los emisores, incluidos los medios de comunicación, y sobre todo por parte de los políticos. Hace falta una ética profesional, hay que ser mucho más prudente y tener claro que dar la información no es suficiente para que la gente sea coherente. Porque no es así necesariamente.
En el tema de la sequía de 2008, por ejemplo, la respuesta fue ejemplar, pero no a partir de una campaña determinada, sino por la gran motivación derivada de que la gente se veía directamente implicada. Esto funciona en situaciones extremas, pero tampoco se puede abusar a la hora de utilizar la información de manera catastrofista, porque entonces se convierte en una vacuna que nos hace insensibles en los momentos en que la situación es realmente grave. La respuesta estará en gestionar mucho mejor la información, previendo cuál será el efecto que la comunicación puede causar.
Fuente: entrevista realizada por Anna Boluda, originalmente publicada en Sostenible.cat y reproducida con autorización escrita de los editores.
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